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jueves, 13 de marzo de 2014

El paisaje de las ideas

Nació en Mendoza y se vinculó al Museo Fader siendo un joven estudiante. Primero como guía y más tarde como conservador y restaurador, pasó por artes plásticas, vivió seis años en Buenos Aires, desató una obra de naturaleza en estado subjetivo y puro y volvió a la provincia en busca de nuevas imágenes por pintar. Junto a la escultora Viviana Herrera, expone hasta mayo en la Cava de Arte de Bodega Sin Fin.

Cuando Enrique Testasecca fue consciente de la falta de horizonte, extrañó entonces su Mendoza natal. Tenía cerca de 30 años y un futuro alentador en Buenos Aires, donde estudiaba Conservación y Restauración de Bienes Culturales en el Instituto Universitario Nacional del Arte (IUNA), trabajaba en la Fundación Alberto Elía-Mario Robirosa y se descubría como creador de un idioma personal vinculado a la pintura. A esa meca cultural, Enrique le debe su carrera como artista y a Mendoza su fuente de inspiración.

 
“Yo estuve dos años sin poder pintar, un poco por la crisis que tenía y otro poco porque la ciudad te hace vivir su ritmo. Creo que era más que nada una controversia personal. Recuerdo que un día estaba en la Plaza San Martín, entre dos torres, en un típico perfil urbano, y que de fondo se veía el río. Era una imagen muy linda pero ahí me di cuenta de que extrañaba mi paisaje, mi lugar… Me faltaba el horizonte. Fue así como empecé a pintar un poco mis vivencias como andinista en Mendoza, empecé a recordar, y a través de esa memoria me di cuenta de que ese era mi lenguaje”, dice en su casa de Godoy Cruz, frente a una taza de café y dos obras por las que pasea su mirada.
 
En esa observación profunda maduró su diálogo con la naturaleza, a la que reinterpretó en la cámara subjetiva que pincelaban sus manos. El paisaje mendocino era también producto de un acercamiento a la obra de grandes maestros que descubrió como guía primero en el Museo Fader y como conservador y restaurador después: los artífices de la primera escuela paisajística argentina Fernando Fader, Fidel de Lucía, Antonio Bravo, Roberto Azzoni, Fidel Roig Matons, y el legado posterior con Juan Scalco y Carlos Alonso. 

“A mí no me interesa mostrar el paisaje como una postal. A mí lo que me interesa es mostrar que la naturaleza tiene que ver con un estado de conciencia. No encuentro la forma de explicarlo sin quedar como contestatario, porque precisamente esta obra no lo es”, afirma. De los rótulos posibles para fundamentar su elección de cielos infinitos, adoptará el de “sensación de paisaje”, un despertar en el que confluye su recorrido como trabajador del Museo Provincial de Bellas Artes Emiliano Guiñazú - Casa de Fader, el contacto con su colección y los artistas que pasaron por ahí, los viajes a Tunuyán que realizó más tarde al Museo Killka-Espacio Salentein donde fue parte del equipo museográfico, su experiencia como montañista y el consejo de su tío filósofo Aldo Testasecca, el hombre de las palabras justas que un buen día le sugirió no entusiasmarse con las modas y atender a su necesidad de pintura paisajista, naturalista y figurativa. 

Siendo un joven de 22 o 23 años, Enriquito, como también es conocido, trabajaba las horas que fuera necesario y continuaba su jornada como estudiante de artes plásticas después de haber cursado dos años de arquitectura. “Soy un estudiante crónico. Soy un rebelde académico pero siempre he investigado los temas que me han interesado porque no me gusta la improvisación”,  sugiere. Su paso por la universidad es motivo de crecimiento personal y agradecimiento a los docentes que atendieron sus inquietudes y compartieron sus secretos de dibujo y pintura: Alicia Farkas, Cristina Bañeros, Alberto Musso, Eliana Molinelli, Chalo Tulián, Eduardo Tejón, Estela Labiano o Carlos Mémoli. Tampoco olvida los prejuicios que existía en la academia sobre la escuela de pintura que aparecía con recurrencia en sus colores de eterno horizonte. 

La Mendoza nacida de sus emociones se alista en una temática clásica de la pintura universal que el profesor y arquitecto Alberto Petrina, Director Nacional de Patrimonio y Museos, define como una mirada concentrada en la densidad minimalista con imágenes de belleza esencial y cromatismos que rescatan una memoria íntima y profunda de la tierra natal que traspasa los mecanismos ordinarios de la conciencia. “Como en el río de Heráclito, este cauce perpetuo desborda de agua nueva. En esa luz y en ese devenir que burla al tiempo despliega Enrique su horizonte. Un horizonte que él no ha querido desgajar de los Andes, porque allí brama el fuego originario de su fuerza y se traza su destino de artista americano”.
 
Por estos días, el artista formado en el conservacionismo, curador y encargado de montaje en el Museo del Área Fundacional, expone cerca de 14 obras de distintos tamaños junto a la escultora Viviana Herrera en la muestra Mendoza infinita, que cuenta con la curaduría de Julieta Gargiulo en la Cava de Arte de la Bodega Sin Fin, en Maipú. En el lugar, el visitante verá el paisaje local en estado natural en Cuyum y Cuyum II, el avance de las dunas de arena y las formaciones onduladas del desierto lavallino, una serie de horizontes en la que los coironales en movimiento devuelven su fuga al cielo, paisajes de San Rafael y Tupungato con planicies y altura, cordillera y picos nevados que Enrique recrea cuando digiere la inmensidad en la soledad de su taller, la casa en la que su abuelo tuviera una agencia de autos y su padre un vivero más tarde. 

Porque Enrique Testasecca nació en Mendoza en 1974 y se crió en Godoy Cruz, a pocos metros de la vivienda que ahora habita, en una familia conformada por tres hermanas, un padre comerciante, criador de caballos de carrera y casi médico que llevaba su nombre y una madre, Ester, maestra de artes y manualidades de escuela primaria. Un hogar en el que el estímulo no faltó y los libros de arte tampoco. Si bien la mayoría de su obra es asociada al paisajismo, desde niño Enrique manifestó su habilidad por el dibujo y a los 8 años resultó ganador de un concurso de pintura organizado por una marca de pintura nacional que llegó hasta su escuela Rawson.
 
“Ahora veo lo importante que es para un chico al que le gusta dibujar, tener esos estímulos desde chico, porque si no después te olvidás y por ahí terminás haciendo otra cosa que no era lo que te gustaba hacer. Yo recuerdo que de chico lo mío era dibujar, pintar y hojear los libros de pintores”, dice. Entrado en la juventud e influenciado por un naturalismo marcado, expuso en el Fader, Centro Cultural Recoleta, Museo Nacional de Arte Decorativo y su obra encontró lugar en colecciones de Brasil, Filipinas, Europa o EEUU.