Muchos conglomerados urbanos de la Argentina desarrollaron entre fin del siglo XIX y principios del XX grandes obras de infraestructura, de urbanismo y de arquitectura, que parecían orientadas a posicionarlos entre las grandes del mundo desarrollado. Rosario, Córdoba, La Plata, la extraordinaria Mar del Plata, la provincia de Buenos Aires con los Puertos de Ensenada, Quequén, Dock Sud, y Puerto Madero; las grandes líneas de ferrocarriles interprovinciales. En todas esas ciudades aparecían los edificios públicos, los hospitales, las grandes avenidas, los parques públicos, los monumentos...
En ese contexto de ejecución de grandes obras como excluyente manifestación real de país desarrollado, los urbanistas calificaban el tejido utilizando la estructura circulatoria en todas sus escalas: el pasaje, la calle, el bulevar, la avenida, la ruta. Esa variedad de tejidos estructuraban las ciudades con la premisa funcional básica de “conectar”. Sin embargo, consideraban su calidad arquitectónica y espacial entendiendo la “calle” como espacio de diseño. Entendían también su complementaria finalidad social y cultural, de espacio compartido para las actividades comunitarias, de lugar de juego y de encuentro en la vereda de todos los frentistas, de espacio cívico e institucional.
En esas calles y avenidas aparecía, infalible, el árbol de la vereda. El que proporcionaba el reparo de su sombra y la magnificencia de su escala urbana por tamaño, por repetición, por forma, por su aporte a la continuidad y a la homogeneidad de los recorridos, por el impacto imprevisto y sorpresivo de sus variados perfumes y colores: lilas, amarillos, celestes, rosas y fucsias formaban parte de la estética de las calles.
Las calles y avenidas arboladas eran una imagen característica de las ciudades argentinas y de sus centros urbanos que, parece, hemos ido olvidando, aunque hace poco tiempo estaban allí.
Nuestros recuerdos de los barrios populares con las casas de puertas abiertas, niños jugando y sillas en las veredas, incluyen al árbol y su sombra. Los recuerdos de barrios del Centro, con sus bares de ventanas bajas y sus edificios públicos, incluyen las alineaciones monumentales de majestuosos ejemplares dando escala al espacio público. Tenemos frescos los recuerdos de la 9 de Julio que asombraba a los extranjeros con los cientos de palos borrachos en flor, hasta que se los fue llevando la falta de cuidado y el progreso. La avenida Cabildo/Santa Fe tenía hasta no hace tanto alineaciones interminables de jacarandás que dos veces por año tapizaban el piso de flores celestes. Las hileras de casuarinas a los costados de las rutas, el impresionante amarillo rabioso de los fresnos jóvenes, la escala monumental de los plátanos, el perfume embriagante de los tilos, en fin, podría mencionar cientos de hermosas calles que recuerdo arboladas y que hoy veo desiertas, con algunos pocos ejemplares apresados en canteros diminutos, mutilados, ahogados con sogas de pasacalles, enfermos, podados.
Quedan aún en algunos barrios raleadas alineaciones de viejos ejemplares lastimados para quien sea capaz de reconstruir imaginariamente su infancia de calles de sombra y de gigantescas fogatas de San Pedro y San Pablo, que se alimentaban de la poda anual de la Municipalidad de Buenos Aires (a nadie se le ocurría entonces podar por su cuenta el árbol de la vereda) El árbol se volvió impopular. Los comerciantes los extraen sin piedad de sus frentes, los programas de arbolado luchan con la falta de cuidado, riego y mantenimiento sanitario, los desarrolladores piensan en gastar poca plata y basta con ver muchos barrios privados de enormes y lujosas casas, sin arbolado ni en calles ni en jardines. Los arboles ensucian, rompen las veredas, tapan los caños, sirven para que los ladrones entren en nuestras casas. Expresiones populares que se escuchan contra ellos. Nadie los defiende.
De la mano de otras pérdidas también dolorosas como el interés por la poesía, la costumbre de socializar en la vereda, la alegría de ver a los chicos jugando en la calle, la costumbre de saludar a la gente que pasa, la pérdida de la capacidad de reconocer el canto de los distintos pájaros que habitaban nuestros barrios, y otras tantas... la pérdida de la popularidad del árbol es una más de las demostraciones de que nuestra sociedad se está volviendo peligrosamente ignorante y autodestructiva.
Las explicaciones pueden ser muchas. Seguramente algunas tendrán sentido y muchas, no.
Será como tantas cosas. Nadie se ocupó de mantenerlos, defenderlos, curarlos, replantarlos, evitar que los poden salvajemente, recordar a los demás los beneficios de su existencia, hacerles propaganda positiva.
Lo cierto es que ya no están. Y nos hemos vuelto tan ignorantes que ni sabemos cuánta falta nos hacen con los calores agobiantes, con esta fealdad que nos rodea, con esta violencia urbana de todos los días.
Seguramente había otras cosas más importantes de que ocuparse, antes que de ver las deslumbrantes bóvedas corridas que aún existen por ejemplo en la calle Melián, y quedarse un rato paralizado sin poder creerlo.
Hace calor. En las calles no hay sombra, ni pájaros, ni belleza… No hay árboles.