La arquitectura es una bella profesión no exenta de riesgos. No hay más que ver los quebraderos de cabeza que dan algunos edificios emblemáticos. Que si recalentamiento, que si filtraciones, que si roturas... A veces es el diseño, a veces la construcción, pero casi todos los grandes maestros, desde Gehry a Moneo, han tenido su penitencia con alguna obra.
A la cabeza de la clasificación, y con mucha ventaja, está Santiago Calatrava, a quien el Gobierno de la Comunidad Valenciana exige compensación por los desperfectos del Palau de les Arts. Desde su construcción, hace ocho años, el coliseo de ópera ha sufrido el hundimiento de la plataforma escénica y dos inundaciones. Ahora, el desprendimiento de una parte de la gigantesca cubierta ha obligado a cerrar el edificio y ha colmado la paciencia de las autoridades, que desembolsaron 478 millones de euros en la época faraónica en la que en este país se ataban los perros con longanizas (en unos sitios más que en otros).
A la Generalitat le toca hacer cola detrás de Venecia, que ha emprendido acciones judiciales contra Calatrava por un puente que resbala y presenta supuestos defectos que le cuestan un riñón a la alcaldía en arreglos. Con el Ayuntamiento de Bilbao el arquitecto estuvo a la greña por la pasarela de Zubi Zuri, también resbaladiza. Y la polémica acompañó al aeropuerto de esa ciudad vasca (reformado pocos años después de su inauguración), al puente de Haarlemmermeer (Holanda) —por oxidación—, y ahora a la terminal de transportes en el World Trade Center de Manhattan, aún sin terminar, y que ya ha desatado las críticas por el sobrecoste y las dificultades de realización.
Buscar la elegancia y la audacia técnica es encomiable, pero cuando la gente se rompe la crisma, los presupuestos se triplican y los gastos de mantenimiento son inviables tal vez habría que plantearse hacer algo más funcional, y volver a los principios clásicos de “belleza, firmeza y utilidad”.
Y esto vale para arquitectos estrella y para anónimos urbanistas municipales, como por ejemplo los de Madrid, que cubren de cemento todas las plazas y siembran el lustroso barrio de Salamanca de bancos romboidales donde no hay trasero humano que aguante sentado.
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