¿Torre
ósea o paisaje viviente? El arquitecto holandés Ben van Berkel habla de
vegetación y de seres vivos para describir el rascacielos que acaba de terminar
en Singapur, una torre que recuerda a una enorme columna vertebral —con
vértebras apiladas enmarcando las terrazas— y, eso sí, con césped —como un gran
felpudo— a los pies del edificio de 36 plantas. La idea del paisaje es clave en
una ciudad-estado como Singapur, que popularizó el motto de
la ciudad-jardín para construir su identidad internacional tras convertirse en
república independiente en 1965.
No
es fácil que un archipiélago densamente urbanizado y poblado se perciba más
como un gran parque que como una jungla de asfalto. Las raíces de ese fenómeno
capaz de combinar hormigón y vegetación hay que buscarlas en las primeras
campañas de los años sesenta, cuando se plantaron 1,5 millones de árboles y se
educó a la población para mantener la ciudad limpia. A los argumentos de la
publicidad se sumaron las razones de las multas por todo: incluido tirar
chicles al suelo. Conscientes del daño que la goma de mascar provoca en las
aceras, y en los presupuestos públicos, en Singapur entendieron que el control
de la basura no era solo un asunto de orgullo y salud pública; comprendieron
también que la colaboración individual en la limpieza colectiva se
transformaría, finalmente, en mayor inversión extranjera. No se equivocaron.
Hoy, con una población de más de cinco millones de personas —supuestamente
educadas y limpias—, la ciudad estado es el cuarto centro financiero del mundo.
Así
las cosas, son muchos los ricos que viven allí. Y hace ya tiempo que
comprendieron que, en un archipiélago, no había espacio para que todos pudieran
disfrutar de una vivienda unifamiliar. Por eso cambiaron el sueño burgués de
una casa vallada por un piso cerca de Orchard Road. Eso sí, no estaban
dispuestos a vivir en bloques. Donde los pobres apilan sus apartamentos, los
ricos buscan vistas exclusivas, refuerzan su seguridad y pasan a pertenecer al
club privado que es, en realidad, cualquier —rico o pobre— bloque de vecinos.
Así,
tras los dos glamurosos rascacielos que Jean Nouvel levantó en el corazón
comercial de la ciudad, la nueva torre Ardmore del despacho de Ben van Berkel, Unstudio, hace
uso de referencias orgánicas. El arquitecto asegura que habla del paisaje. Sin
embargo, transforma una estructura en un elemento a la vez decorativo y
funcional, y no solo porque sujete el edificio. Los redondeados paneles de
hormigón prefabricado que sustentan el rascacielos funcionan también como
voladizos para mitigar la incidencia del sol. De este modo, las fachadas pueden
ser acristaladas sin que esos grandes ventanales supongan un infernal gasto
energético gracias a la sombra y las brisas. Esta es una torre en la que se
puede salir e incluso ducharse en la terraza.
Las
vistas sobre la ciudad se cuelan por el gran paño de vidrio del salón. El verde
del jardín se suma a la vegetación de los parques Marina Bay, un espacio
público equivalente a 177 campos de fútbol inaugurado, junto a la bahía, el año
pasado. Pero además de dejar pasar la luz y mitigar el sol, más allá de sumar
verde y dejar ver el verde, el rascacielos de Van Berkel tiene una identidad
exclusiva: una cara reconocible, ósea o sinuosa, que aleja su silueta de
cualquier bloque anodino de viviendas.
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