La historiadora Isabel Segura desvela en un libro las influencias arquitectónicas entre las tres capitales desde 1888
La Infanta Eulalia de Borbón está frita. La regente María Cristina se lo ha ordenado de manera taxativa: “Tienes que ir”. Y, encima, tenía que pasar primero por la revoltosa Cuba, la primera vez que un miembro de la Corona Española pisaba la colonia. En cualquier caso, ahí está en la Exposición Colombina de 1893 en Chicago, esa monstruosa ciudad que desde 1880 tenía ya más de millón y medio de habitantes (Barcelona rondaba los 410.000), con edificios inmensos de más de 20 pisos y que impresionan a la Infanta “de manera enojosa”.
Quizá el que más la disgustara fuera el Home Insurance Building, diseñado por William Le Baron Jenney, de 11 plantas. No tardaría en ver uno muy parecido en su casa: la apertura de la Via Laietana para conectar el nuevo Eixample barcelonés con el mar se haría de arriba a abajo con el Chicago style: el nuevo centro financiero de la Gran Barcelona adoptaría esa filosofía arquitectónica hasta casi la clonación, como acabarían demostrando los edificios erigidos en el número 8 y, algo menos, en el 17, éste el primero de la ciudad sólo de oficinas (1918). “No se trata de una copia, es un juego de espejos, se ve cómo viajan las imágenes y las maneras de hacer”, apunta la historiadora Isabel Segura, que ha detectado ese diálogo entre Barcelona, Chicago y, claro, Nueva York, desde la Exposición Universal de 1888 en la capital catalana hasta 1990, cuando ésta recibió el premio Príncipe de Gales de Diseño Urbano otorgado por la escuela de diseño de Harvard.
El azar no existe, como mínimo en arquitectura, parece desprenderse del estudio de Segura Barcelona, Chicago, Nueva York que, minuciosamente ilustrado, ha editado el consistorio catalán. Observadora, la autora se fija que en el pabellón de EEUU de 2.054 metros cuadrados que EEUU tiene en la Exposición de 1888 y donde sobresalen una reproducción a escala de la Estatua de la Libertad y una inmensa fotografía del puente de Brooklyn: Nueva York vende ya una iconografía que reaparecerá machaconamente en el imaginario de los barceloneses. La exposición había costado mucho (5.776.000 pesetas, una huelga un año antes de los explotadísimos 4.500 obreros, las dudas clásicas del Instituto del Fomento, que no se subió al carro hasta el mismísimo 1887…) pero si dejó algo fue el estímulo de renovación arquitectónica de una ciudad que entre 1890 y 1900 crecía al vertiginoso ritmo de 186 inmuebles nuevos cada año.
“Monstruosos y elevados edificios particulares se cuentan. Los hay muchos de 14 hasta 20 pisos de elevación (…) el aspecto de esas moles de ladrillo y piedra está reñido abiertamente con la estética y el buen gusto”, declaran, en línea con la infanta, los representantes de la comisión obrera catalana que se desplazó a la exposición de Chicago, la primera ciudad que crecía en vertical y en la que entraban cada día 1.360 trenes. En el paraíso de los nuevos mastodontes de cemento llamaba la atención el pabellón español en la feria, obra del valenciano formado en Cataluña Rafael de Guastavino: el padre de la Boston Public Library (1895, la biblioteca pública más grande del mundo), de la piscina del hoy mítico MIT o de las dos grandes estaciones de Nueva York, Pennsylvania Station (hoy desaparecida) y la cinematográfica Grand Central Station (de 1913, con su técnica de la bóveda catalana de mosaico) reprodujo a escala la Llotja de Valencia. Guastavino era, según diría The New York Times en su necrológica, uno de los grandes arquitectos de una Nueva York que en 1898, un año después de Barcelona, se había anexionado sus barrios y que acabaría dialogando también con la ciudad condal. Y mucho más desde los años 20, cuando la gran manzana sería el paradigma de la metrópolis moderna.
Pero en el principio el espejo fue Chicago. Servicios agrupados en cada piso, embaldosados de los suelos antes de tabicar para facilitar la creación de espacios y el servicio común de calefacción central, teléfonos y ascensores eran las características de esos volúmenes inmensos que se aplicarían al lenguaje arquitectónico de la nueva Barcelona que, desde 1908, decidió la apertura de la Vía Laietana. El honor del edificio más alto para despachos en esa calle sería para la Casa Cambó, del arquitecto chicanizadoAdolf Florensa, en 1923. Había de y para todo: locales comerciales, tiendas, escritorios y despachos, excepto en las séptima y octava plantas, reservadas para el propietario. La construcción traducía dos movimientos sociológicos notables: el desplazamiento de las clases hegemónicas barcelonesas del Eixample a la Vía Laietana y su mudanza en altura: de ocupar los principales a vivir en los pisos más altos y en los áticos de los nuevos edificios.
El juego entre las tres ciudades hermanas que no son capitales de estado pero crecen y desean distinguirse como polo de atracción moderno durará casi un siglo. Si lo hace es gracias a una exposición, en 1953, en La Virreina: Arquitectura moderna norteamericana, la primera de esas características en Barcelona y que con la muestra de casi un centenar de obras (casas unifamiliares, escuelas, hoteles…) simboliza el triunfo del American way of life en la asténica España franquista. Entre las obras estará una de seminal: el bloque de oficinas (27 pisos) del Lake Shore Drive Apartments, en Chicago. Es del ya conocido en Barcelona Mies Van der Rohe, padre junto a Frank Lloyd Wright de la arquitectura moderna de EEUU, y rutilante estrella desde su pabellón en la Exposición Internacional de 1929 que acogió Montjuïc. Aquel rascacielos volvería a lucir en 1955 en la exposición El arte moderno en los EEUU, promovida por el MOMA y que cobijaba esta vez el remodelado Palacio de Arte Moderno, en la sede del antiguo parlamento republicano catalán y antes más antiguo arsenal de la Ciutadella.
El estallido de acero y vidrio que significaron ambas exposiciones había de calar en el imaginario de los arquitectos catalanes, cuya capital crecía entre 1950 y 1955 en 200.000 personas. El primer edificio de aluminio y cristal de España será pues el de los comedores de la SEAT en Barcelona, construidos en 1956 y premiados con el American Institute of Architects, los mismos que habían organizado la muestra de 1953. Los artífices de la proeza son los arquitectos César Ortiz-Echagüe (hijo de presidente de la firma automovilística), Manuel Barbero Rebollo y Rafael de la Joya. Tiempo les faltará para ir a recoger el premio a EEUU y visitar allí al mismísimo Van der Rohe, que había sido miembro del jurado. Aprovecharon el viaje para contemplar in situ lo que hasta entonces sólo habían visto en exposiciones y páginas de revistas: el famoso Lake Shore Drive Apartments, fuente de inspiración clarísima del edificio expositor y la torre de oficinas para la SEAT que el propio Ortiz-Echagüe elevará en la plaza Cerdá de Barcelona a partir de 1958.
Era el resultado lógico de unasconversaciones entre las dos ciudades de EEUU y Barcelona, que 67 años después había vuelto a ver reproducidas la Estatua de la Libertad y el puente de Brooklin descubiertos en 1888 pero ahora en la Feria de Muestras de 1955 (donde estaba la silla Eames, con la que el equipo de Ortiz-Echague decoró un año después el ala del comedor de los ingenieros de la SEAT). Había ida y vuelta: el mismísimo MOMA cobijaba en 1957, con la asesoría del arquitecto catalán y responsable de la Escuela de Arquitectura de Harvard, Josep Lluís Sert, una exposición sobre Gaudí. El genio de La Pedrera ya había estado en Nueva York: lo hizo a través de su hotel Attraction, encargo de 1908 de un grupo de empresarios norteamericanos para que diseñara un hotel en Manhattan y que sólo los largos plazos exigidos por el catalán (de dos a tres años sólo para el proyecto) y el coste brutal que hubiera comportado (el edificio iba a ser de 360 metros, espeluznante e inédito para la época) hicieron que los empresarios desistieran.
Las famosas tres R (remodelar, rediseñar y reorganizar) que se planteó el primer ayuntamiento democrático marcan la última charla de las tres ciudades. Las actuaciones entre 1981 y 1987 llevadas a cabo en Barcelona (en general, de pequeña escala para dotar de equipamientos y aprovechando los espacios liberados por antiguas fábricas o canteras…) motivaron que en 1990 la Escuela de Diseño de Harvard le concediera su reconocimiento internacional más preciado. “No se premió un gran plan general metropolitano tradicional sino proyectos urbanos específicos, fruto del consenso estético e ideológico de los arquitectos municipales con los movimientos vecinales; no se reconoció un modelo de ciudad sino una metodología; hoy eso es ya impensable”, se lamenta Segura. Barcelona empezó mirando a Chicago y Nueva York y acabó siendo mirada por ellas. Como mínimo y en lo arquitectónico, hasta hace 20 años.
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