Dar cuenta en una breve nota de lo que fue la vida de un hombre cabal es tarea triste y dolorosa. Pero hacerlo es obligado para que sepan aquellos que no lo conocieron quién fue José María de la Mata Gorostizaga —fallecido el 10 de octubre— y para que quienes fuimos sus colegas y amigos nos traslademos por unos momentos a un pasado que, a pesar de su proximidad, comienza a desvanecerse.
Miembro de una familia numerosa en la que el ejercicio de la abogacía y el servicio a las instituciones públicas prevalecían, José María de la Mata (Collado Villalba, Madrid, 1935) abrió una brecha en lo que era la tradición familiar al decantarse por la arquitectura, profesión a la que también se dedicaría más tarde su hermano Ramón. Fuimos compañeros tanto en la Facultad de Ciencias Exactas como en la Escuela de Arquitectura y en el Campamento de La Granja, titulándonos como arquitectos a comienzos de los sesenta. Eran años en los que la arquitectura española hacía esfuerzos por recuperar el tiempo perdido, buscando un encuentro con la modernidad olvidada. Y los jóvenes arquitectos teníamos como guía la labor de arquitectos como Oiza, de la Sota, Corrales, Molezún, García de Paredes... que luchaban por hacer que sus obras reflejasen unos afanes muy diversos de los de la generación inmediatamente anterior.
De la Mata se sintió atraído por la figura de Ramón Vázquez Molezún, con quien colaboraría en la Oficina Técnica del Instituto Nacional de Industria. Al acercarse a este arquitecto, José María hacía toda una declaración de intenciones. Los arquitectos no pueden olvidar los usos a que un edificio se ha destinado, sin perder de vista que ello ha de estar acompañado por una racional elección de los sistemas constructivos y de los materiales, cuyo hábil manejo, en último término, da como resultado una expresión plástica inteligible y clara. E incluso inesperada y nueva, contribuyendo así a reflejar lo mejor de los ideales de una época.
Pienso que su obra siempre ha permanecido fiel a estos principios. Unos principios que tendría ocasión de aplicar en lo que fue el terreno profesional en el que se especializó: los hospitales. Junto con Javier Feduchi creó la empresa Estudios de Arquitectura Hospitalaria, que llevó a cabo un ambicioso programa que abordó tanto la construcción de toda una serie de centros que hablan de su buen hacer profesional (la clínica Asepeyo en Coslada, el hospital de Cuenca) como la puesta en marcha de toda una serie de trabajos de investigación sobre el diseño de hospitales que hoy siguen vigentes.
Y pasando a hablar de José María de la Mata en términos más personales, diría que sin su valiosísima colaboración no hubiese podido llevar a término el hospital materno-infantil de O’Donnell en Madrid. Aunque amigos desde los años de escuela, fue entonces cuando tuve ocasión de conocer más íntimamente a José María, personal y profesionalmente. Se daban en él a un tiempo el rigor y la ternura, la seriedad y el sentido del humor, la exigencia y la generosidad. Su persona respiraba una hidalguía que nunca se traducía en distancia, haciendo que virtudes como la honradez y la lealtad conviviesen sin ostentación. Su clara inteligencia se manifestaba en la inevitable atracción que sentía por un mundo formal en el que el orden debía prevalecer.
Dueño de amplios conocimientos en arquitectura hospitalaria, se sumaban a los mismos un sentido constructivo poco común y una gran claridad para plantear la disposición de edificios complejos. Siempre dispuesto a transmitir sus conocimientos a los jóvenes colegas, puedo decir que en torno al proyecto de O’Donnell crecieron, como futuros arquitectos de hospitales, un puñado de jóvenes arquitectos que hoy sienten su falta tanto como yo, que no podré disfrutar de un nuevo proyecto con él porque desgraciadamente José María nos ha dejado.
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