La Estación Ferroviaria Santa María Novella, la Central térmica y la Palazzina Real se destacan como raras joyas del siglo XX en la más renacentista de las ciudades europeas.
FLORENCIA. Exterior de la Palazzina Real.
Si bien nadie va a Florencia a ver arquitectura moderna, quienes llegan por tren se encuentran con un raro grupo de obras construidas entre 1929 y 1935: la Estación Ferroviaria Santa María Novella, la central térmica y la Palazzina Real. Esta muestra de modernidad inesperada comienza a construirse a principios de la década del 30, cuando la antigua estación de 1848 estaba resultando obsoleta. Ubicada muy cerca de la parte trasera de la iglesia de Santa María Novella, para su construcción había sido necesario demoler una capilla diseñada por Brunelleschi, otra por Benedetto Alfieri y un oratorio. Pero una nueva estación, ubicada un poco más al norte, no solo iba a resolver el problema de capacidad y de adecuación tecnológica, sino que además iba a ampliar el espacio entre la estación y la iglesia del siglo XIII. Y es así que en 1931, Angiolo Mazzoni, prepara un primer proyecto.
Mazzoni es uno de los más problemáticos arquitectos de la modernidad italiana. En 1921 comienza a trabajar para los Ferrocarriles Nacionales y en 1925 inicia sus proyectos para el Ministerio de Comunicaciones, que un año antes había nucleado a Ferrocarriles, Correos y Telégrafos. En 1926 se afilia al partido Fascista y en 1927, junto a Marcello Piacentini, obtiene el tercer puesto en el concurso para la sede de Naciones Unidas en Ginebra, -donde Le Corbusier obtuvo el primero-. Hacia los primeros años de la década del 40, va a proyectar estaciones ferroviarias y sedes postales para el ministerio, incluido el primer proyecto para Roma Términi, de 1938. Una vez finalizada la guerra, Mazzoni es denunciado como colaborador del fascismo ante la Comisión de Depuración. En una época de súbitos cambios, Mazzoni no se desdice de su pasado ni declina responsabilidades, lo que lo lleva a ser separado de su cargo en el ministerio en 1946. Un año después le es ofrecida una cátedra de Historia de la Arquitectura en la Universidad Nacional Colombiana, en Bogotá, donde va a permanecer hasta 1963, fecha en la que vuelve a Roma ya retirado de la profesión. Aunque es injusto suponer que el éxito de Mazzoni se haya debido a su filiación partidaria, sí fue causa de que hasta hace poco tiempo la crítica haya soslayado su obra. El trabajo de Mazzoni es extenso y asombroso. A partir de una base de ortodoxia moderna, expande su lenguaje a fuerza de oficio y creatividad, ensayando formatos desmesurados y materiales inusuales, que en cierta forma prefiguraron líneas productivas desarrolladas en los 50 y 60 en Italia, e incluso en Estados Unidos, con arquitectos como Edward Durrell Stone o Philip Johnson.
Antes de preparar el proyecto para la nueva estación de Florencia, Mazzoni ya había proyectado entre 1927 y 1929 la central térmica y la cabina de control. Si bien era un encargo de corte estrictamente utilitario, algo así como un galpón para colocar las cuatro calderas a carbón y una torre para la cabina, Mazzoni se encarga de transformarlo en una pieza de arquitectura. Desarma el programa en una serie de volúmenes diferenciados, exhibe descaradamente las chimeneas metálicas, con sus tensores, pasarela y escalera, y pinta todo de rojo oscuro, en lugar del omnipresente blanco de la ortodoxia racionalista. Pero cuando presenta su proyecto para la estación, este es tan criticado que finalmente la Comuna de Florencia en 1932 llamó a concurso para un nuevo proyecto. Y aquí entra en escena una nueva generación de arquitectos italianos.
El primer premio para la nueva estación fue obtenido por el Gruppo Toscano, formado por varios arquitectos jóvenes –todos nacidos entre 1904 y 1908-, liderados por Giovanni Michelucci. Aparentemente fue Margherita Sarfatti, amiga y biógrafa de Mussolini, quien, encantada con el proyecto, se encargó de promocionarlo. Lo cierto es que la estación se construyó siguiendo minuciosamente el proyecto original, en el que se hace evidente la intención del grupo de alejarse tanto de los racionalistas ortodoxos como de los historicistas, que para esa época dividían el panorama de la arquitectura italiana. Decididos a ser modernos por otra vía, los integrantes del Gruppo Toscano parecen haber aprendido algunas lecciones tanto de Erik Gunnar Asplund como de Frank Lloyd Wright.
Aunque la palazzina también fue proyectada por el Gruppo Toscano, es radicalmente diferente al proyecto de la estación, y también de la central térmica. Para la arquitectura moderna, producción esencialmente burguesa, la palazzina tal vez haya sido el encargo más extraño: una residencia para el rey Vittorio Emanuele III y su corte, con sala del trono incluida, que se habían quedado sin palacio desde que en 1919 el Pitti pasó a ser museo. La palazzina es una montaña de mármoles y metales preciosos. Más suave que la Casa del Fascio, que para esa época estaba construyendo Giuseppe Terragni en Como, pero más historicista que la estación, se perfila más como un encargo de compromiso para el grupo que una manifestación de sus búsquedas; más allá de su elegancia y adecuación programática. Las tres obras hacen un grupo raro que distorsiona cualquier simplificación histórica. Están ahí, friccionando entre tanto arte glorioso: la estación funcionando, la palazzina transformada en museo de arquitectura, y la central térmica, un poco más lejos, un tanto olvidada, deslavado el rojo y grafiteada la estructura, pero las tres haciendo un espectáculo de pura arquitectura.
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